AND THEY CALLED IT HORIZON
Santa Fe Poems
Santa Fe Sestina
Late autumn blows leaves into women’s hair. On the plaza,
Lydia feeds the pigeons—iridescent feathers gone blue
in the tangerine sun. It is afternoon and adobe,
crush of pueblo-style hotel rooms against a sky
that holds them steady. Her skirt is wound in ribbons,
gathered in ruffles, wind-flipped velvet, black and silver.
Merrymakers tumble from the doors of La Fonda, blue
windbreakers and cowboy hats. Spun from adobe,
they rush by Lydia like a tornado. A glance at the sky
stuns them, for a moment, then they’re a ribbon
of raucous laughter. Sunlight descends in silver,
travels the metal rain gutters, trimming the plaza
in a membrane of liquid light. Like the gold (not adobe)
the Spaniards thought they saw, coffers as wide as sky
over Seven Cities. Lydia pulls on her coat, pushes on ribbon,
remembers there’s jewelry to be sold, turquoise and silver
flashing like eye-lets along the streets of the plaza.
These days, under the shade of the portal, there’s the blue
of lapis and sapphire, too. All the colors of sky
remind Lydia of dawn, on the mesa, digging. Ribbons
of pale blue embedded in rock and aching for silver.
Now the stone-cold cuff on her wrist jolts her back to the plaza,
the bracelets for show and sell, cupped in the pale blue
of a tourist’s cashmere gloves. Not unlike adobe
cast into bricks and walls, hugging windows ribboned
in Virgin Mary ultramarine. Bells swing and ring the silver-
toned song of the cathedral. It’s a late Mass, the nave a plaza
of bowed heads. Where Lydia prays, the vault is a blue
arc from mountain to mesa, over the endless adobean
earth. Lydia knows it as the one, limitless sky
that cradles everyone from above—the caricaturist, silver-
haired, at his booth, the Mexican girls skipping in the plaza,
the santero wrapping up Saint Agnes in crisp blue
tissue paper. It’s October. The day feels old as adobe,
new as the drugstore’s loopy neon sign (sky-
high and glowing), fluid as the clouds’ unruly ribbons.
My hair is silver, thinks Lydia, the veins in my hands are large
and blue; my legs are earth-bound adobe. The plaza floats
on time’s swirling ribbons. I’m swaddled; I’m half-swallowed in sky.
(See Spanish translation below)
Sestina de Santa Fé
Otoño sopla hojas en el pelo de mujeres. En la plaza,
Lydia alimenta las palomas—plumas iridiscentes y azules
en el sol mandarina. Es la tarde y adobe,
aplasta los hoteles estilo-pueblo contra un cielo
que los aguanta y estabiliza. Su falda está herida de cintas,
cosida con chorreras—terciopelo, negro y plata.
Los fiesteros derriban las puertas de La Fonda, azules
rompevientos y sombreros de vaqueros. Girados del adobe,
ellos corren junto a Lydia como un tornado. Una mirada al cielo
los aturde, por un momento, y se hacen una cinta
de risas estridentes. La luz del sol desciende en plata,
viaja por los canales metálicos, envolviendo la plaza
en una membrana de luz líquida. Como el oro (no el adobe)
que los españoles creyeron ver, los cofres anchos como el cielo
sobre las Siete Ciudades. Lydia tira de su abrigo, empuja cintas,
recuerda que hay joyas que vender, turquesa y plata
que destellan como espejos en las calles de la plaza.
Estos días, bajo la sombra del portico, hay azul
de lapislázuli y zafiro, también. Todos los colores de cielo
hacer que Lydia se acuerde del alba, en la mesa, cavando. Las cintas
azul pálido empotradas en la piedra, llamando a la plata.
Ahora el brazalete frío en su muñeca la trae de subito a la plaza,
las pulseras para ver y vender, ahuecada en el azul
de los guantes cachemira de un turista. Similar al adobe
moldeado en ladrillos y paredes, abrazándose a las ventanas encintadas
en el ultramino de la Virgen Bendita. Las campanas de plata
de la catedral tañen y cantan. Es una Misa tardia, la nave una plaza
de cabezas inclinadas. Dónde Lydia ora, la bóveda es un arco azul
de montaña a mesa, sobre la tierra interminable de adobe.
Lydia sabe que éste es el unico, ilimitado cielo
que acuna a todos desde arriba—el caricaturists con pelo de plata
en su puesto, las chicas mexicanas que saltan en la plaza,
el santero que envuelve a Santo Agnes en papel azul
crujiente. Es octubre. El día se siente vieja como el adobe,
nuevo como el anuncio de neón rojo de la farmacia (cielo-
alto y resplandeciente), fluido como las nubes, revoltosas cintas.
Mi pelo es plata, piensa Lydia, las venas en mis manos son grandes
y azules; mis piernas son adobes de la tierra. Esta plaza flota
en las cintas del tiempo. Estoy envuelta; estoy medio-tragada en cielo.